Era una tarde común, quizás un poco más fría de lo normal.
Estaba camino a casa, sentada en los asientos delanteros del bus. Mientras desenredaba mis audífonos escuchaba, inevitablemente, una conversación telefónica que al parecer no iba nada bien... Me dejó pensando en el vacío que causa una separación; física o emocional y en las múltiples opciones que te ofrece el mundo para llenar ese vacío.
El bus se detuvo dos cuadras más adelante de mi parada, me bajé con un poco de enojo y caminé por las calles de siempre hacia mi casa. Ese día el calor se había ausentado. Cuando llegue noté de inmediato que algo no andaba bien, el olor característico de la comida casera no formaba nubes espesas en la sala.
Mi enojo huyó y entré cubierta de susto. Al abrir la puerta vi a mi mamá desmoronada en una esquina del sofá, intenté no apresurar mis inquietos pensamientos, pero toda una película de horror empezaba a arrancarme lágrimas, sin siquiera saber lo que pasaba.
Al acercarme confirmé que algo andaba muy mal y sólo se me ocurrió hacer la pregunta más pueril y vacía del mundo: <¿qué pasó mami?>.
Ella tenía un sentimiento inmenso retenido en lo más profundo de su ser, estaba a punto de explotar, pero aún así se armó de fortaleza materna y me explicaba delicadamente lo que había sucedido. Escuchaba el tiempo pasar sobre nosotros como si nos estuviese arrollando, no podía creer lo que estaban diciéndome, en ese eterno instante todo sonaba tan absurdo.
Esa era justo la única noticia que nunca quise recibir
y menos de la boca de mi madre.
No estaba preparada, nunca iba a estarlo.
Todo era lento y doloroso.
Mi mente iba proyectándome de a poco los momentos de mi infancia, instantes que quise inmortalizar en fotos... pero aun así no eran suficientes para hacerme sentir que la estaba viendo una última vez. Mi mamá había decidido ahogarse en sus propias lágrimas y yo no encontré otra solución más que acompañarla hasta el suicidio.
Cada segundo era eterno, cada suspiro era un intento desesperado para seguir respirando. Nos tocó asumir la realidad porque era hora de visitarla, no quería olvidar nunca ese momento. Busqué la ropa que había evitado.
En un abrir y cerrar de ojos estábamos en camino,
nada era más urgente que ella.
Cada detalle en el paisaje me ayudaba a recordar todo lo que había hecho por mí, todos los momentos que vivimos.
Mi cuerpo avanzaba de forma mecánica, pero mi mente todavía estaba dentro de un instante pasado de mi vida. Ahí congelada.
Al verla (...) sentí que un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, como si me arrancaran una gran parte de mi corazón estando aún con vida. Ella vestía su atuendo preferido, justo aquel que usó cinco semanas atrás, en mi último cumpleaños. Ese vestido tan elegante y fino, como lo era ella hasta ese momento.
Su rostro seguía igual, incluso llegué a sentir que en cualquier momento iba a despertar y me iba a reclamar por no llevarle los dulces que tanto le gustan. No se me pudo ocurrir nada más sensato que intentar abrazarla, obligándome a creer que todo era una broma, o una pesadilla para sentir alivio.
Pero al tocarla la historia seguía siendo la misma, estaba muy fría. Como por arte de magia negra mi cuerpo empezó a llorar, todavía no sé si fue por dolor, impotencia o coraje.
No podía dejar de verla y rogaba para que ella recuerde la última vez que me había visto... pero era demasiado tarde y la hora de dejarla ir se acercaba.
Ella seguirá viviendo en mí por siempre, susurraba de forma descontrolada por los pasillos de la sala con un café en mano mientras secaba mis ojos... tal y como se lo había prometido días antes en el jardín de su casa, entre risas y recuerdos.
Aquí estoy. Ha pasado un año, tres meses, seis días y sigo sintiendo aún sus manos frías, sigo lamentando no haberle dicho cuánto la amaba cada día.
Ella es una parte importante de lo que alguna vez fue mi vida.
Yo sé que donde quiera que esté... siente lo mismo que yo.